18 Febrero 2020
En el Paleolítico la caza y la recolección eran tareas cooperativas, pero con la Revolución neolítica esa visión empezó a cambiar. La agricultura representó una nueva forma de satisfacer las necesidades. Convertir una zona virgen «improductiva» en productiva requirió gasto calórico, empleo de tiempo y de herramientas antes de ver los frutos, es decir, exigió trabajo. Este proceso productivo neolítico fue el origen de la propiedad (que entonces era solo sobre la tierra) por dos razones: Después de desarrollar el proceso productivo para obtener cosechas, alimentarse y almacenar los excedentes, el ser humano debió repetir el ciclo, pero no desde cero sino en la tierra que ya acondicionó para tal fin, por eso se apropió del predio y no estaba dispuesto a cederlo ni compartirlo sin un beneficio que le restituyera su esfuerzo y garantizara su alimentación.
Hay en ello un egoísmo implícito, pero no desde el punto de vista moral sino psicológico. El excedente, que fue el fruto de su trabajo, también le perteneció y lo utilizó para guardar provisiones o para intercambiarlo por otros alimentos, herramientas o artefactos necesarios para repetir y mejorar el proceso productivo. El excedente se convierte así en riqueza intercambiable que forma parte de su propiedad personal, lo mismo que las herramientas y utensilios (también la vivienda y hasta cierto punto la mano de obra, lo que dará origen a la esclavitud).